miércoles, 1 de junio de 2022

El predicador

      La fe inquebrantable en algo o en alguien es hoy día un valor escaso, una rara avis en esta sociedad cada vez más descreída en la que nos movemos. Pocas cosas hay perdurables en el tiempo. Las noticas que nos conmocionaron hace tan sólo unas semanas relativas a la invasión de tropas rusas en Ucrania, poco a poco van desapareciendo de las portadas de los periódicos e informativos. Superado ese impacto de los primeros días de la guerra, ya la hemos interiorizado como una noticia más, olvidando las guerras anteriores todavía no acabadas. Personalmente admiro a quienes van a contracorriente de las modas o las tendencias al uso; diríase que los convencionalismos no van con ellos, ni tampoco son gentes que se muevan al ritmo de la oportunidad de cada momento con el fin de encajar mejor en el contexto general. En este mundo confuso y cambiante apenas quedan valores aceptados por la mayoría, en cambio, a mi parecer, hay unanimidad en que la política y la religión son las que concitan un rechazo casi unánime.

     Siguiendo con mi razonamiento añadiré que conozco a un tipo sacado de otra época, obstinado y fiel a sus creencias a pesar de que los resultados rara vez le acompañan. Lo vi por casualidad en uno de esos mercadillos ambulantes que recorren nuestros barrios, luego, más tarde, comprobé que era un habitual del lugar. Con un libro en la mano y dejándose llevar únicamente por sus muchos años de experiencia, un predicador con voz de trueno sermoneaba a la concurrencia que se movía entre los puestos en medio del vocerío de los vendedores. Siempre se coloca en el lugar más transitado, en medio del gentío de personas y carritos que a menudo chocan entre sí debido a la aglomeración. Su procedimiento es siempre el mismo. Tras saludar con un genérico: "Buenos días pueblo español, pueblo extranjero", comienza a disertar sobre las excelencias de la Palabra de Dios encadenando razonamientos o  citas bíblicas, capítulos y versículos incluidos. Lo curioso es que nadie hace caso de su palabrería ni se paran a escucharle, mas todo el mundo le conoce y ya forma parte del mundo del mercadillo y sus gentes. Ignoro a qué rama de la religión cristiana está adscrito este personaje, pero puedo asegurar que es un verdadero espectáculo verlo en faena, un showman que nada tiene que envidiar a los presentadores de programas televisivos cazatalentos. Solo hay un inconveniente. Pese a encontrarse en un lugar muy concurrido es lo más parecido que he visto a predicar en el desierto. En una sociedad como la nuestra, donde todo se valora en función de la cuenta de resultados, su imagen me parece anacrónica, como de otra época y fuera de contexto. A veces me paro a una prudente distancia y escucho su prédica haciéndome el distraído, mientras la gente pasa a su lado ignorándole o a lo sumo haciendo un comentario en voz baja. Por momentos me parece patético, otras, un quijote luchando contra los molinos, pero haga frío o calor, su figura y voz de trueno resuenan inconfundibles en medio del maremágnum del mercadillo.

     Dando una vuelta por la zona puedo imaginarme a los herederos de personajes que Vicente Blasco Ibáñez retratara en La Horda: gitanas echando la buenaventura, chamarileros, cesteros, antiguos esquiladores de ganado en las ferias de antaño reconvertidos ahora en vendedores de fruta y verdura, buscavidas y otros oficios de lo más variopinto.

     Hace unos días visité de nuevo el mercadillo. Un vehículo de la Policía Municipal vigilaba discretamente el trasiego de personas y mercancías. Como de costumbre, el lugar se encontraba animado y bullicioso, una amalgama de lenguas y razas vendiendo su mercancía a la vez que disputándose la clientela. Yo buscaba la voz poderosa del predicador pero no lo encontraba. pregunté a un vendedor y me contestó que desde hacía un mes ya no iba por allí. Ahora pienso que tal vez se cansó de tanta prédica inútil o acaso el demonio le tentó haciéndole ver que en realidad era un fracasado, sin embargo tengo que admitir que le eché en falta aquella mañana cuando mi intención no era comprar nada sino escucharle a él, el único que vendía su producto a cambio de nada.