miércoles, 27 de octubre de 2021

Lugares siniestros

       En el Club de Lectura que organiza la biblioteca de  mi barrio  abordamos el tema del nazismo y, por ende, el del Holocausto judío. Para ello analizamos el libro de Primo Levi, italiano de ascendencia judía, titulado Si esto es un hombre, basado en su experiencia en el campo de exterminio de Auschwitz. Relato conmovedor sobre  la aniquilación física y  la degradación de la que es capaz el ser humano.

       Recuerdo haber asistido  hace pocos años a una exposición sobre el Holocausto. Al lado de vídeos con imágenes y confesiones desgarradoras de varios supervivientes, la exposición incluía numerosos objetos de aquella tragedia: uno de los vagones en los que los transportaban camino de la muerte, los postes con alambres de espino electrificados de los campos, las literas y camastros donde dormían,  así como un largo rosario de objetos pertenecientes a los prisioneros: gafas, maletas, brochas de afeitar, trajes de prisionero, platos, cubiertos, anillos, relojes, cartas... Me fijo en unos zapatos arrugados y viejos pero limpios. Se nota que los han cepillado para darles un aire de apariencia y dignidad. A su lado, los de un niño de cinco o seis años. Hoy sería un abuelo de unos ochenta y cinco paseando con sus nietos por el parque. Me pregunto quiénes serían los dueños de estos objetos, dónde los compraron, cuánto les costó. Jamás hubieran imaginado que todas esas piezas  viajarían muchos años después de un país a otro, donde miles de personas las verían expuestas dentro de unas vitrinas sintiéndose a la vez afortunadas porque ese horror no les hubiera tocado a ellas. Sólo el hecho de contemplarlas produce escalofríos y una tristeza difícil de describir. En uno de los vídeos un superviviente cuenta las condiciones en las que viajaban en los vagones: el hedor insoportable, el calor, hacinados sin apenas espacio para moverse, familias enteras dándose ánimos para no caer en la desesperación. No puedo imaginar de qué manera afrontarían la muerte momentos antes de gasearlos, la certeza de que todo se acababa sin saber el delito que habían cometido.

     Siendo niño, en el pueblo al que acudíamos en verano, conocí a un enigmático alemán alto y rubio, de unos cuarenta y cinco años. Luego, ya adolescente, me preguntaba qué hacía un alemán en un país pobre y atrasado como era la España  de los años cincuenta. Ahora lo sé. Se llamaba Karl Mauer y buscó refugio en nuestro país huyendo de sus responsabilidades durante la Segunda Guerra mundial. Franco dio refugio a jerarcas nazis a cambio de que que llevaran una vida anónima y discreta. Leyendo el libro de Primo Levi he vuelto a acordarme de él. Quién sabe, tal vez coincidieron en Auschwitz siendo uno víctima y el otro verdugo. Lo recuerdo en verano al caer la tarde con su caña de pescar junto al río. Ignoro si dormiría bien por las noches o, si por el contrario,  sufriría pesadillas escuchando los gritos desesperados de sus víctimas.

miércoles, 6 de octubre de 2021

Psicoanálisis

      Casi todas las semanas acudía algún tipo raro a mi consulta. Antes de empezar cada sesión, mi secretaria acudía al despacho para informarme de algún dato relacionado con el cliente en cuestión. Luego salía contoneando sus caderas y dejando su perfume en cada rincón de la sala. Momentos después, tumbados en el diván, me contaban sus historias: desdoblamiento de personalidad, trastornos de conducta, las fobias, las angustias, los sueños. Yo trataba de escucharles instalado en la seguridad de mi posición y en mis años de experiencia. La gente acudía a mi consulta confiando en un salvavidas para sus conflictos. Durante las sesiones, algunas largas y tediosas, debía hacer un gran esfuerzo para seguir el hilo argumental de mis clientes. A menudo acudía a mi mente la voluptuosa imagen de mi secretaria, sus mohines y su manera de decir; ¿desea alguna cosa más? Al principio me dije que aquello no era mas que una relación profesional pero pasado un tiempo no pude resistir a sus encantos. Todo comenzó en un congreso celebrado en Barcelona un fin de semana en el que le pedí que me acompañara. Al final me inventaba citas como excusa para llegar tarde a casa.

     Una mañana recibí a un individuo de unos treinta años. El pelo revuelto, zapatillas deportivas, tejanos y camiseta que dejaba entrever sus numerosos tatuajes en brazos y cuello. No sabría decir cuál era el motivo de su visita pero me llamó la atención su hablar comedido y pausado. Todos los días daba gracias al sol por ser fuente de vida, aborrecía los convencionalismos sociales, se consideraba una persona libre sin ataduras, decía que amaba la belleza de las cosas simples y la verdad por encima de todo. Y bien ¿cuál es el problema? —inquirí expectante. Nosotros somos el problema —respondió de inmediato.

     Aquel tipo me hablaba desde el corazón y por primera vez  me di cuenta de la mediocridad en la que estaba instalada mi vida. Un matrimonio que naufragaba, la mentira como instrumento para sostener el tinglado, la falsa seguridad que proporcionaba una vida cómoda. Todo a mi alrededor se derrumbó de repente. Me pregunté qué hacía allí escuchando problemas que no eran míos y dando consejos sin dejar de traicionarme.