Wilfredo Rojas es el propietario de una mina ilegal de carbón en el estado mejicano de Coahuila que le proporciona pingües beneficios a costa de ofrecer bajos salarios y escasas condiciones de seguridad a sus trabajadores. Es aficionado a las peleas de gallos en un conocido palenque de la capital donde los fines de semana se apuesta fuerte, local en el que también corre el alcohol para divertimento de quienes lo frecuentan. El lugar cuenta además con la protección de agentes de seguridad a las puertas del recinto. El gerente del negocio no quiere generar mala publicidad y controla con celo a quienes acceden a él. Wilfredo es rico, suele dejar generosas propinas en el local pero en cambio es reacio a invertir y mejorar las condiciones de trabajo en su mina. Sabe que las autoridades a menudo hacen la vista gorda y además se perfila como candidato para las próximas elecciones a la alcaldía. Por su falta de inversión en seguridad hubo un derrumbe en la mina hace dos años que costó la vida de un trabajador llamado Marulanda.
El sábado es un hervidero de gente que apuesta en la gallera. La mayoría de los presentes son hombres, salvo tres o cuatro mujeres de compañía que revolotean entre los clientes. De entre los jugadores sobresale uno, alto y rubio, que va cubierto con un sombrero blanco de ala ancha y que destaca del resto de hombres de tez aceitunada. Ha hecho un par de apuestas fuertes y las cosas le van bien. Se trata de Wilfredo, que está celebrando algo y hoy es su día de suerte. Entre la concurrencia hay un hombre que se mueve con sigilo y que observa todo con discreción. Poco después se acerca a uno de su confianza.
—Compadre, vigílame a ese blanquito güevón —le dice al oído.
Luego sale del recinto y hace una llamada urgente. Horas más tarde Wilfredo abandona sonriente el local. Ha ganado veinte mil dólares y se hace acompañar por una mujer treinta años más joven que él. Pocos metros más adelante dos hombres les esperan y les cortan el paso.
—Queremos platicar un momento con usted pero antes vamos a dejar que la damita se vaya a su casa porque esto no va con ella.
—Qué quieren ustedes? —pregunta él en tono desafiante.
—Que trate mejor a su gente, no más -le responden.
Wilfredo no reconoce a los hombres como trabajadores suyos. Deben ser del sindicato, que andan siempre alborotando e inculcando ideas raras. Gente rencorosa que les das trabajo y te lo agradecen organizando huelgas.
—Le fue bien en la gallera, no es cierto? Vemos que compró buena compañía.
Wilfredo, que siempre va armado, no dudaría en sacar su arma para deshacerse de esa chusma, otras veces ya lo ha hecho, pero sabe que sus atacantes también lo están y lleva las de perder. El que manda saca la pistola y a una señal suya el otro le cachea quitándole el arma y el dinero que lleva encima.
—Sabía que sólo son vulgares ladrones.
—En eso se equivoca, compadre. Esta plata no es para nosotros. Se acuerda de Marulanda? Dejó tres niños pequeños, ellos la necesitan más que usted. Diremos a su esposa que el patrón se dio cuenta del daño que hizo y que de esta manera quiso repararlo. Encima usted quedará bien.
Por si esto no fuera suficiente los asaltantes también se llevaron sus pantalones dejándole en paños menores. Es lo que más le humilló.